11.03.2012
Entrevista a Marie-Monique Robin
“La soja transgénica lleva al hambre”
Reconocida por sus investigaciones sobre el accionar de las multinacionales agrícolas, la periodista francesa asegura que “si en el mundo hay 1000 millones de personas que sufren hambre, es a causa de este modelo”. Está convencida de que el glifosato terminará prohibido. “¿Pero después de cuántos muertos y cuánta contaminación?”, se pregunta la autora de El mundo según Monsanto. Además, por qué denunció al director de Clarín Rural.
Marie-Monique Robin (51) es autora de numerosas investigaciones. Quizás, la más famosa de ellas sea El mundo según Monsanto, publicada en 2008 como libro y documental cinematográfico, traducida a 16 idiomas y difundida hasta en las regiones más recónditas de África. En ese trabajo, la periodista francesa reveló los entretelones del agronegocio y denunció a la corporación Monsanto, líder del mercado mundial de semillas transgénicas y agroquímicos, por ocultar y falsificar información relativa a los productos que comercializa. Robin dedicó un capítulo entero al caso de la Argentina, lo que la llevó a conocer diferentes provincias inundadas por el “oro verde” y constantemente fumigadas.
“Estoy segura de que dentro de algunos años el glifosato va a ser prohibido. ¿Pero después de cuántos muertos y de cuánta contaminación? Es una bomba sanitaria”, aseguró la autora, que recientemente publicó una nueva investigación sobre esta problemática: El veneno nuestro de cada día, donde se ocupa de los químicos que contaminan la cadena alimentaria. Durante la entrevista telefónica que mantuvo con Tiempo Argentino, Robin adelantó que en abril próximo se espera que el libro llegue a nuestro país.
–¿Cuándo y cómo comenzó su interés por este tema?
–Llevo más de 25 años trabajando como periodista, con un interés particular por la cuestión agrícola, porque mis padres son agricultores en Francia. Así fue que comencé a hacer un trabajo de investigación sobre la pérdida de biodiversidad en el mundo. Cuando fui a México me encontré con un escándalo tremendo: multinacionales que consiguen patentes de semillas. Dentro de esas empresas estaba Monsanto, que en aquella época ya tenía más de 600 patentes en plantas. Allí empecé a investigar a Monsanto y a ver el tema de las patentes, que para mí es central. La única razón por la que Monsanto hace transgénicos es porque hay patentes, y eso permite que pida regalías y tenga un monopolio del sistema. Controla toda la cadena alimentaria a través de este sistema, obligando a los agricultores a comprar cada año sus semillas.
–En El mundo según Monsanto usted denunció el accionar de una de las empresas más poderosas del mundo. ¿Recibió presiones o amenazas?
–Esa era mi preocupación. Pero pasó una cosa que para mí fue una protección tremenda: el increíble impacto del material publicado. Si no me pasó nada es porque todo está justificado con entrevistas y con documentos. Yo estaba en Canadá cuando salió el documental y una de las periodistas que me entrevistó me dijo que su mejor amiga era la directora de comunicación de Monsanto Canadá. “La empresa buscó en cada página cómo te podía hacer un juicio y no encontró nada”, me confesó. Por eso yo digo abiertamente que Monsanto es una empresa criminal.
–¿Cuáles son los principales argumentos para sostener su denuncia?
–Cuando una empresa sabe que un producto es muy tóxico, es decir, que va a contaminar el medio ambiente o va a enfermar a la gente, y de todas formas hace lo posible para mantenerlo en el mercado, entonces se trata de un comportamiento criminal. Por ejemplo, en el tema del Policloruro de Bifenilo (PCB), prohibido en casi todo el mundo, Monsanto acumuló las pruebas y las escondió, sabiendo cuán altamente tóxicos eran los PCB. Por eso fueron condenados a pagar 700 millones de dólares de multa en los Estados Unidos (N. del R.: Fue por la tragedia de Anniston, en 2002, cuando la justicia comprobó que de 3516 demandantes de ese pueblo, el 15% presentaba niveles superiores a 20ppm de PCB en sangre, cuando lo aceptable es de 2ppm).
–Este tema forma parte también de su nuevo libro, Nuestro veneno de cada día.
–Claro. Allí cuento la historia de campesinos que se reunieron para hacer una asociación de más de 200 miembros. Muchos tienen enfermedades como Parkinson y cáncer. Son campesinos que manipulan tóxicos a diario. El presidente de esta asociación manipuló Lasso, un herbicida para el maíz de Monsanto, prohibido en la Unión Europea, y esto le provocó una intoxicación aguda. Cayó en coma y, después de recuperarse, se enfermó de Parkinson. La enfermedad se desarrolló muy rápidamente, el hombre sólo tiene 48 años. Fue a juicio y ganó. Monsanto fue reconocido como culpable de la enfermedad y se pudo demostrar que la empresa disimuló estudios y datos sobre el Lasso. Por eso hablo de comportamiento criminal: si no saben que tal tóxico contamina, está bien. Ahora, que lo sepan y lo oculten concientemente es terrible.
–¿Por qué los controles sobre este tipo de multinacionales resultan insuficientes?
–Hay un problema central, que es el sistema de reglamentación de los productos tóxicos. Las empresas dicen que son productos probados y reglamentados. Todo eso es mentira: los estudios en que las instituciones gubernamentales se basan son hechos, entregados y pagados por las propias multinacionales. En general, los expertos de las agencias de reglamentación, que se supone que van a estudiar esos datos, tienen conflictos de intereses muy grandes, porque al mismo tiempo trabajan con multinacionales. Es lo que yo llamo “puertas giratorias”: funcionarios estatales que trabajan en organismos de control y luego lo hacen en las empresas, o al revés. Por otro lado, es un problema fundamental en la reglamentación de los agroquímicos la falta de transparencia y democracia. Los expertos se reúnen a puertas cerradas y ningún observador está autorizado a asistir a los debates. Los datos que van a estudiar son protegidos bajo el secreto comercial. Es una cosa increíble, porque es información toxicológica que tendría que ser pública porque afecta a millones de personas.
–En ese contexto, ¿cree que puede existir la independencia científica para evaluar a los agroquímicos?
–Es muy difícil. Los científicos tienen mucha presión y a veces pierden su empleo. Sé lo que pasó en la Argentina con el doctor Carrasco. Siempre es la misma historia. En mi último libro dedico tres capítulos a lo que se llama la “fábrica de la duda”. ¿Qué implica? Si, por ejemplo, un científico independiente publica un estudio enseñando la relación entre una exposición a un plaguicida y una enfermedad, la multinacional paga a un laboratorio que saca otro estudio diciendo lo contrario. Al final, llegan los dos estudios a la agencia de reglamentación y eso se demora años y años. Mientras tanto, el producto se sigue utilizando. Es algo perverso, criminal, porque hablamos de productos que en muchos casos dan cáncer.
–Algunas empresas aseguran que los transgénicos son indispensables porque el crecimiento poblacional demanda mayor producción de alimentos.
–Es mentira. Si en el mundo hay 1000 millones de personas que sufren hambre, es justamente a causa de este modelo, que llevó a la concentración de la tierra, como se ve bien en la Argentina, donde miles de hectáreas están en manos de algunos grandes productores. Por otro lado, este sistema de producción de alto rendimiento es, en un 90%, para alimentar animales de países industriales y no para alimentar a la gente. Lo que vi en el mundo entero es que ahí donde existe este modelo de agricultura, hay pueblos acabados, porque saca del país a los pequeños campesinos, los despoja de la tierra. Con todo esto, están hambreando al mundo.
–¿Y cuál considera que podría ser la alternativa?
–Tenemos que volver a una agricultura familiar, sin dependencia del petróleo, con biodiversidad de cultivos, que dé la posibilidad a las familias de alimentarse primero y luego vender en los mercados locales. Sacar a la agricultura de los grandes mercados internacionales.
–En esta coyuntura, ¿qué fue lo que más le impactó cuando visitó la Argentina?
–Estuve en 2005 y recorrí Santiago del Estero, La Pampa, Formosa, entre otros lugares. En Santiago estaban desmontando de manera brutal, provocando inundaciones en Santa Fe. También vimos los problemas en la salud: fuimos a escuelas donde los chicos se habían enfermado porque fumigaban frente al establecimiento. Un desastre. Pero lo que más me sorprendió fue que nadie sabía nada. Nadie sabía qué era un transgénico. Nadie se había dado cuenta de que la sojización era un desastre planificado. Porque el día que no haya más mercado para la soja transgénica, ¿cómo recuperás el suelo?, ¿cómo recuperás a las familias de campesinos que fueron despojados de sus tierras? La soja lleva a la Argentina al hambre y a la dependencia total.
–Muchos defensores del glifosato dicen que este agroquímico es tan dañino como “una aspirina”. ¿Qué les diría?
–Que si dicen eso, hacen propaganda de Monsanto. Se sabe que el glifosato es un perturbador endócrino, ataca el sistema de reproducción de las mujeres y los hombres. Da cáncer, los científicos lo explican. Es un veneno muy poderoso. En Europa acaba de salir una queja contra Monsanto para revisar la autorización del glifosato Round-Up, porque se escondieron algunos productos muy tóxicos que están dentro del formulado y que nunca fueron informados ni publicados. Estoy segura de que dentro de algunos años el glifosato va a ser prohibido. ¿Pero después de cuántos muertos y de cuánta contaminación? Es una bomba sanitaria.
El desembarco en la Argentina
La soja transgénica ingresó a la Argentina en 1996, de la mano del por entonces secretario de Agricultura de Carlos Menem, Felipe Solá. Fue el segundo país, después de los Estados Unidos, en autorizar su llegada, en un proceso plagado de irregularidades.
Según relató en su momento el diario Página/12, se violaron procedimientos administrativos, se dejaron sin respuesta los cuestionamientos de instancias técnicas y no se realizaron los análisis especificados por distintos organismos. Ya durante la autorización se vio la mano de las multinacionales: el expediente administrativo estaba escrito en inglés y nunca se tradujo al castellano. Además, de sus 136 folios, 108 pertenecían a informes presentados por Monsanto. De todas formas, el 25 de marzo de 1996, Solá firmó el documento. “Si existe un país en el que la multinacional haya podido hacer todo lo que le viniera en gana sin el menor obstáculo, ese es Argentina”, sostuvo Marie-Monique Robin en El mundo según Monsanto.
Clarín, La Nación y el glifosato
El 6 de marzo del año pasado, en un artículo titulado “Por qué Clarín y La Nación apoyan el uso de glifosato”, Tiempo Argentino puso en evidencia los vínculos comerciales que existen entre los dos diarios hegemónicos y Monsanto.
Los casos de cáncer denunciados por investigadores independientes no tuvieron lugar en las páginas de Clarín, mientras que el diario de los Mitre encaró una campaña para deslegitimar los estudios que advertían sobre los efectos del herbicida. Sucede que ambas empresas están asociadas en la organización de la feria anual Expoagro, donde se realizan jugosos negocios vinculados con el comercio de agroquímicos, con la participación de las principales compañías del rubro.
Por otra parte, a mediados de los ’90, Héctor Huergo, director del Suplemento Rural del diario de Noble y Magnetto, fue uno de los principales impulsores mediáticos para conseguir el ingreso de la soja transgénica y el glifosato a la Argentina.
En El mundo según Monsanto, Marie-Monique Robin se refiere a Huergo como “el más firme defensor argentino” de los transgénicos, quien “animaba al gobierno a sustituir los programas de ayuda social por una cadena solidaria de coste cero gracias a una red de distribución de soja”. Por entonces, el director de Clarín Rural consideraba que se trataba de “uno de los alimentos más completos que basta con hacer que entre en nuestra cultura”.
Robin, quien sostuvo que “este señor tiene un papel muy oscuro en esta historia”, concluyó: “Me gustaría saber cómo vive, porque no me puedo imaginar que hizo esto sólo por ideología. Aquí hay intereses muy fuertes.”
Fuente:TiempoArgentino / Manuel Alfieri