Por Diego M. Vidal. Periodista internacional@miradasalsur.com
Escuchen a la gente, no a los que contaminan.” La consigna de los indignados ambientalistas flameaba junto a las olas del Océano Índico que servían de escenario a la XVII Cumbre de la ONU sobre Cambio Climático (COP17) que comenzó el 28 de noviembre y fue clausurada este viernes en Durban, Sudáfrica, con un rotundo fracaso al igual que las de Copenhague y Cancún. Una tibia declaración de indefinidas intenciones sepultó la esperanza de que se obligara a cumplir el Protocolo de Kioto a los mayores contaminantes, antes de su vencimiento y abriera un horizonte más esperanzador para el planeta.
La posibilidad de una segunda fase, con objetivos de disminución más ambiciosos y bajo el principio de “responsabilidades comunes pero diferenciadas”, fue impulsada por la Argentina dentro del G-77. El rechazo del documento final por parte del G-77 más China, promovido por los países industrializados, dejó en evidencia la intención de la Unión Europea y la Casa Blanca de boicotear cualquier resolución que afecte sus alicaídas economías. Estas posturas, al posponer cualquier recorte de CO2, acaban por convertir en letra muerta lo convenido en Japón.
El 11 de diciembre de 1997, en la ciudad japonesa de Kioto, los países industrializados se comprometieron a reducir al menos un 5% la emisión de de seis Gases de Efecto Invernadero (GEI) causante del calentamiento global: dióxido de carbono (CO2), gas metano (CH4) y óxido nitroso (N2O), además de tres tipos de GEI industriales fluorados: Hidrofluorocarbonos (HFC), Perfluorocarbono (PFC) y Hexafluoruro de azufre (SF6). El resultante de ese acuerdo de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (Cmnucc), llamado Protocolo de Kioto, debía ponerse en práctica en el período 2008/2012. Fue ratificado por 187 naciones, menos el principal emisor de este tipo de contaminación: Estados Unidos, que, de acuerdo a estadísticas del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo publicadas en 2007, con el 4,6% de la población mundial, genera el 21% de las emisiones de CO2. A pesar de que el entonces presidente Bill Clinton adhiriera al mismo, el Congreso norteamericano aún no lo ha aprobado y los representantes republicanos mantienen una fuerte oposición. Postura coincidente con el lobby de las grandes empresas productoras de gas y petróleo, que incluso llegan a solventar “investigaciones científicas” para refutar la teoría del calentamiento global. Aunque las cifras de la ONU aseguren que la temperatura media de la superficie del planeta aumentará entre 1,4 y 5,8 °C de aquí al 2100 e informes como los del Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (una organización mundial en la que participan miles de científicos), que vinculan al cambio climático con fenómenos climatológicos extremos como sequías, inundaciones, huracanes, olas de calor y aumento del nivel del mar.
En ese momento, China no era el país desarrollado de hoy, ni necesitaba del gran consumo de hidrocarburos que su economía reclama para mantener sus altos porcentajes de crecimiento. Los chinos llegaron al centro de convenciones Inkoshi Albert Luthuli, sede de la Cumbre, con la premisa de adoptar el convenio medioambiental luego del 2020, cuando venzan las acciones voluntarias de los países en desarrollo recogidas en Kioto. Una condición que blanden como excusa los delegados de Washington para retacear su adhesión al Protocolo y sostienen que el gigante asiático también debe ser signatario del mismo antes de que los Estados Unidos pongan su firma y asuman la parte que les cabe en la alteración climática que envuelve al orbe.
También la emergencia alimentaria, el abuso de los transgénicos, los cambios en las temporadas de lluvia y el uso indebido de la tierra en su explotación, estuvieron presentes en los ejes de discusión. Incluso la afectación en la salud de los seres humanos ha sido expuesta como consecuencia de la mudanza en el clima. María Neira, directora de Salud Pública y Medioambiente de la Organización Mundial de la Salud (OMS), señaló a la agencia EFE que “el calentamiento global no es una cuestión que sólo afecta a los glaciares, sino que afecta muy directamente a nuestra salud” y alertó que “el 25% de la mortalidad y morbilidad mundial podría ser evitado con inversiones ambientales que introdujeran el elemento salud” una cifra igual a 13 millones de personas que encuentran una muerte evitable cada año. Más lúgubre fue la conclusión del doctor Hugh Montgomery, del Consejo de Salud y Clima del Reino Unido: “Si no actuamos ahora estaremos firmando el certificado de defunción de la humanidad en 2020”.
El COP17 estuvo signado por los llamados desesperados en cuanto al porvenir que le espera a la humanidad. Hasta el propio secretario de la ONU, Ban Ki-moon, fue lapidario al sentenciar que “el futuro de nuestro planeta está en juego” si los gobiernos no concordaban un segundo periodo del compromiso de Kioto y así evitar que la lucha contra el cambio climático caiga en el limbo de las interpretaciones según los intereses económicos de cada país, de acuerdo a su dependencia de la voracidad empresaria en la generación de bienes de consumo y explotación de recursos. Un objetivo que siempre estuvo bien claro para las miles de personas que participaron con organizaciones de todos los Continentes, en el foro alternativo a la COP17. De hecho, una de las múltiples y coloridas marchas con las que sacudieron las calles de Durban tuvo una estruendosa escala frente al lujoso hotel donde se llevó a cabo el World Climate Summit (WCS), un evento paralelo que congregó a las grandes empresas y consultores económicos internacionales.
En un momento donde las finanzas mundiales y tanto Estados Unidos como la UE se encuentran sumidos en una crisis de alcances inimaginables, la sensibilidad de corporaciones y banqueros con la supervivencia del globo deja pasmado hasta al más informado. El portal estadounidense Democracy Now! recogió la particular opinión de uno de los empresarios asistentes a la WCS: “Jason Drew pidió que la ONU se haga a un lado y deje que las empresas y los mercados solucionen los problemas causados por el calentamiento global”. Cuando se le preguntó por qué las empresas estarían interesadas en salvar a la gente de las Maldivas del catastrófico cambio climático, Drew respondió: “Los clientes viven allí. Este es un mundo de negocios. Es el capitalismo, necesitamos gente que compre nuestros productos… todos compran iPads y Coca-Cola al precio que tenemos. Si ya no existieran, no habría más mercado”, aseguró el hombre de negocios sin sonrojarse